No me digan ustedes en dónde están mis ojos,
pregunten hacia dónde va mi corazón. Jaime Sabines

viernes, 11 de agosto de 2017

Después de una noche nefasta (Parte II)

Dejé mi vaso medio lleno. No negaré que tenía ganas de beberme otra, pero este feo que acababa de conocer tenía algo para dejarme llevar. Pasamos de largo el bar para doblar la esquina dirección centro de la ciudad. Las calles estaban frescas, limpias y los portales abrían y cerraban con el corredor de gente, con limpiadoras con sus monos azules sacando brillo a cristales rotos. Y mientras andábamos, él me contaba cómo encontró a su ex mujer y ese poeta en su cama, y cómo después los dos huían desnudos calle arriba, bajo la atenta mirada de un rifle viejo y cascado. Él parecía feliz a pesar de todas sus tragedias. Alguien había decidido por él vivir así, y lo acogió con los brazos abiertos. Decía que no se consideraba un conformista; todo lo contrario, yo soy fuerte, exclamó, he aguantado muchas sombras y he visto muchos amaneceres.

Sus pasos se pararon delante de un portal lujoso, cruzamos el umbral y el portero nos saludó como si ya nos conociésemos. Un pequeño jardín con una gran fuente de mármol a la derecha se mostraba indiferente ante nuestros ojos ahogados de sueño y llenos de soledad. Mira, me dijo, así estaba mi mujer cuando me la encontré con aquel cerdo; la fuente representaba la sencilla belleza de una mujer desnuda, justamente en medio, tocándose sus pechos de cuyos pezones salían los chorritos de agua. Por eso me acercaba muy a menudo por aquí, se decía entre dientes, para recordar el daño que hizo. Las escaleras tenían escalones bastante altos, que dificultaban nuestras pisadas con sabor a whisky. Que sea en la primera planta, rezaba. El pasillo, a pesar del lujo anterior, éste se presentaba como un corredor de un hospital o de un asilo. Paredes blancas y cuadros de mal gusto, impregnados por un olor sabor a nada en la garganta, sabor ácido entre los labios. Justo al final, una mujer cincuentona, gorda y mellada, nos daba la bienvenida en una pequeña mesa de madera repleta de recibos.

-No he venido por mí, sino por el chico-Dijo mi compañero.
-¿Cuántos años tiene?

Mi amigo me miraba de arriba abajo, asombrado ante la estúpida pregunta. No lo sé, dijo él, ya tiene barba, supongo que en los huevos tendrá más pelos. Los dos rieron y dudé en unirme a su grupo vacilante.

-¿Te sirve mi carnet?-dije yo
-No hace falta chaval- comentó él- aquí ya nos conocemos de mucho tiempo, somos como una familia, ¿verdad que sí, Emilia? Emilia seguía riendo, contando recibos y escribiendo en una larga lista otro nombre.
-¿Cuánto tiempo estará?
-No lo sé, lo que el chico necesite. Pago yo.
-¿Y para ti?
-Para mi nada, hoy necesito solamente ver. He pensado que ya que invito, saco provecho de algo. ¿Podría, Emilia?
-Por supuesto que si, ¿el chico está de acuerdo?
-Claro que si, el chico hará todo lo que yo diga. Vamos, chaval, que nos esperan.

El viejo verde entró por la única puerta que había en el pasillo, dejando la oscuridad atrás y abriéndonos a la luz de una sala de color rojo. Las ventanas reflejaban ya la avanzada mañana que aún para nosotros acababa de empezar. En el centro de la habitación, un sofá negro, mugriento y circular incitaba a no sentarse nunca en él. Sin embargo, mi amigo se sentó y encendió un cigarrillo. Los mejores cigarros, dijo, son los del antes y del después, te abren los pulmones bien para recibir el único grito donde a un hombre se le permite gemir.

-¿Cuánto le has pagado? Dije yo
-Aún no lo he hecho. Le pago después, según el tiempo. A veces, cuando termino, me gusta contarle mis cosas, decirle que porqué nunca llegó a mi, que siempre le esperaba bajo la soledad de un escritor en paro. Otras veces le suplicaba, vente conmigo y deja esta vida de mierda. Pero ella no quiere una pensión. Soy tan feo que incluso no quiere mi dinero. Ella quiere todo, y te aseguro, que si se vende, puede ganar más que tu y yo juntos. Ella se adapta a cualquier forma y a cualquier cuerpo.

Con la tranquila sensación del paso de un tren bajo un túnel, la habitación quedó a oscuras, y otra puerta, al fondo, se abrió. Unos zapatos, los zapatos rojos estrellados de ella se escuchaban cada vez más cerca. Retumbaban como martillos en una calle solitaria. Las sombras eran divertidas imaginando su silueta, su hermoso culo o su propia voz. Ven, sígueme, decía ella. Me llevaba y sus manos eran suaves, olían al carmín de la mujer que nunca tuve, o aquella que abandoné y nunca dejó de amarme. Miré hacia atrás, en busca de mi viejo acompañante. La llama de su Camel se apagaba como el fénix rendido y, tumbado en el sofá, sus ojos con sabor a libertad reían.

-Amigo-le dije- Tienes que saber...
-Lo sé, chico- me dijo él- Pero no es tu primera vez. No te preocupes. No es distinta, es la misma de siempre. Trátala bien y encuentra la musa que te falta. Los mejores versos se escriben con saliva entre las piernas de una mujer. Suerte, chaval.


11/08/17

Diario de un poeta en paro

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