No me digan ustedes en dónde están mis ojos,
pregunten hacia dónde va mi corazón. Jaime Sabines

domingo, 29 de junio de 2014

Érase una mujer

Érase una mujer, reina del Imperio Sueños, que se enamoró de aquel hombre que luchaba en su nombre y honor allá por el sur, entre bosques de pinos y tierra negra. Su cuerpo esbelto, rubio y ojos claros no fue sino para ella la figura del perfecto amor; quiero conocerle, repetía ella. Sin embargo, todas las noches, bajo la luz clara de un pobre corazón, hablaba a solas con la luna: Yo soy la Reina de Sueños, no puedo casarme con un asesino, con un caballero de baja estirpe. Pero esas palabras volaban conforme llegaba el día y la hora de conocer a ese gran hombre que tantas batallas ganó con tan solo su presencia, porque se decía por todo el Reino, que su espada era más grande que su propia estatura, y que la manejaba con tan simpleza y rapidez que dejaba mancos o sin cabeza todo aquel que se entrometiera en su camino.
Y llegó el ansiado día, cuando aquellos ingeniosos ojos claros traspasaron el umbral de su enorme puerta.
-He aquí, mi señora -dijo él- la cabeza del último rey del sur.
La reina suspiraba de placer y excitación, no ya por conocer al hombre de sus sueños, sino al pensar qué podrían hacer esas manos que sujetaban los escasos cabellos largos de la cara velluda y degollada del último rey del sur, no en el campo espeso de la batalla, sino en su cuerpo blanco jazmín entre la delicada seda. Y en un arrebato de locura, gritó desde lo más alto de su brumosa torre, pudiendo casi tocar a escasos metros el sol, éste será vuestro rey, arrodillaos ante a él. Todo el pueblo, sumiso y pobre, hincaba lentamente las rodillas cada vez que la enamorada con su caballero fiel paseaba por todo el reino. Éste es tu reino, amor, haz con él lo que quieras. Y a pesar de sus fieros gemidos que sobrevolaban todas las noches desde su gran balcón de piedra, el pueblo lloraba su desatino. Ella no es feliz, decían, ella tiene miedo. Pasaban los días, las noches de amor, incluso los meses, y en ella crecía el miedo del abandono.
-¿Me vas a dejar de querer?-Ella decía mientras se desnudaba para él todas las noches-¿Me quieres? ¿Cuánto me quieres?
-He luchado por ti-respondía él- Lo sois todo para mí. Mi señora, sois mi Reina.
Sin embargo, ante las palabras fieles de su caballero, ella se convirtió poco a poco en la sombra de su propio Reino. Y mientras que marchaba al norte para luchar, ella se aferraba en sus noches, pensando que él la amaba, que no estaría ahora con otra mujer, que sólo pensaba en ella, que era el rey de Sueños, que era suyo y para nadie más, que sus palabras eran reales, que no mentía. Quería creer en él, y a veces pudo creerle. Pero el pueblo, lentamente, se deshacía entre las enfermedades que consigo traía la guerra; los niños morían de hambre y la gente robaba para sobrevivir. El rey ha muerto, decían, el rey cayó en la batalla. Pero la reina seguía escondida en su alcoba nostálgica de un tiempo mejor. Él me quiere, no dejará de amarme, no está con otra mujer, él piensa en mí. El rey ha muerto, decían, murió prisionero y degollado. La reina caía en su propia desgracia, el reino del norte con sus lanzas y espadas se preparaba para el gran asalto a las grandes puertas del Reino Sueños. Sus catapultas hacían volar cabezas, cayendo algunos en su gran balcón de piedra, y otros, como por capricho del destino, en sus propios hogares. El pueblo, ante este asedio incomprendido y no luchado por la reina, se reivindicaba junto a las puertas de oro de su palacio. Lucha por tu pueblo, decían, muere como una Reina. A pesar de sus esfuerzos, la Reina seguía, ajena a la guerra, pensando en el amor de su caballero. Hasta que, en un intento por un pueblo desesperado por defender la puerta, la esperanza apareció al sur del reino, cuando el Rey de Sueños, esbelto y rubio, dirigía cabalgando su caballo negro un ejército de diez mil hombres. El rey está vivo, decían, viene para salvarnos. La ofensiva paralela del Rey fue mortal para el norte. Todos murieron o cayeron como prisioneros y esclavos, perdonándoles la vida con el fin de que se unieran al Reinado. La Reina despertó de su letargo, al ver, como su Rey entraba victorioso por entre las grandes puertas. Me ha salvado, él me quiere, no me ha abandonado.
Los días renacieron como cuando crece el mundo en la primavera. El jazmín floreció de nuevo en la gran torre del Reino y el dolor poco a poco desaparecía, pero la sombra de ella, fingiendo ser la luz del pueblo, seguía siendo alimentada por oscuros pensamientos de abandono. Viva el Rey, decían, viva el Reino de Sueños. Y otra vez, desde el gran balcón de piedra, los gemidos volaban entre la delicada seda de su blanca alcoba. Ellos se quieren, decían, ella ha vuelto a enamorarse. Hasta que un día, ella huyó, encontrándose al Rey de Sueños desnudo y degollado en su propio lecho, alimentando así su corazón falso y enfermizo del fantasma que un día fuera Reina.
-¿Me quieres ahora?-Dicen que dijo-¿Cuánto me quieres?
-He luchado por ti-Dicen que dijo-Lo sois todo para mí. Mi señora, sois mi Reina.