No me digan ustedes en dónde están mis ojos,
pregunten hacia dónde va mi corazón. Jaime Sabines

viernes, 18 de agosto de 2017

Recuerdos de infancia

En el colegio quería pasar desapercibido. Estaba obligado a hacerlo. Un niño gordo nunca podría llamar la atención por sus otras dotes, más allá de sus tetas. Recuerdo que me las juntaba, y joder, tenía más que el resto de mis compañeras. Pero aquí no residía el problema. Los kilos de más hacían de mí el ser más inseguro y fastidioso de todo mi barrio. Y esto, obviamente, se reflejaba en mi día a día, dificultándome mi labor social dentro de un grupo de amigos. No sabía montar en bicicleta, mis vecinos veían cómo todos hacían carreras de velocidad, mientras que a mi solamente me era otorgado dictar el nombre del más rápido. A veces me sentía importante cuando la carrera era disputada. El resto de las veces, me sentía como un verdadero gilipollas.

Cuando no eran los días de bicicleta, eran los de fútbol. Otro problema. Si no mantenía el equilibrio con una bicicleta, tampoco era capaz de controlar esa dichosa pelota. Gracias a algunos amigos, a la hora de formar los equipos, yo era elegido el primero; unas por pena, y otras para cubrir el puesto que ninguno quería ocupar, “a la portería; a los cinco goles, nos cambiamos”. Llegaban los cincos, los diez, incluso quince goles, y yo mantenía la misma posición. Normal que estuviera gordo, nadie me daba la oportunidad de hacer algo de ejercicio. De portero, conseguía aumentar el poco respeto que los demás tenían hacia mi; como jugador, era el centro de las risas y no risas. No controlaba el balón, pases demasiado fuertes o demasiado suaves, mis tiros siempre iban lejanos o nunca llegaban. Era tan malo que hasta me pregunté cuál era mi pierna buena, “si, si, soy zurdo” señalándome la pierna derecha.

viernes, 11 de agosto de 2017

Después de una noche nefasta (Parte II)

Dejé mi vaso medio lleno. No negaré que tenía ganas de beberme otra, pero este feo que acababa de conocer tenía algo para dejarme llevar. Pasamos de largo el bar para doblar la esquina dirección centro de la ciudad. Las calles estaban frescas, limpias y los portales abrían y cerraban con el corredor de gente, con limpiadoras con sus monos azules sacando brillo a cristales rotos. Y mientras andábamos, él me contaba cómo encontró a su ex mujer y ese poeta en su cama, y cómo después los dos huían desnudos calle arriba, bajo la atenta mirada de un rifle viejo y cascado. Él parecía feliz a pesar de todas sus tragedias. Alguien había decidido por él vivir así, y lo acogió con los brazos abiertos. Decía que no se consideraba un conformista; todo lo contrario, yo soy fuerte, exclamó, he aguantado muchas sombras y he visto muchos amaneceres.

Sus pasos se pararon delante de un portal lujoso, cruzamos el umbral y el portero nos saludó como si ya nos conociésemos. Un pequeño jardín con una gran fuente de mármol a la derecha se mostraba indiferente ante nuestros ojos ahogados de sueño y llenos de soledad. Mira, me dijo, así estaba mi mujer cuando me la encontré con aquel cerdo; la fuente representaba la sencilla belleza de una mujer desnuda, justamente en medio, tocándose sus pechos de cuyos pezones salían los chorritos de agua. Por eso me acercaba muy a menudo por aquí, se decía entre dientes, para recordar el daño que hizo. Las escaleras tenían escalones bastante altos, que dificultaban nuestras pisadas con sabor a whisky. Que sea en la primera planta, rezaba. El pasillo, a pesar del lujo anterior, éste se presentaba como un corredor de un hospital o de un asilo. Paredes blancas y cuadros de mal gusto, impregnados por un olor sabor a nada en la garganta, sabor ácido entre los labios. Justo al final, una mujer cincuentona, gorda y mellada, nos daba la bienvenida en una pequeña mesa de madera repleta de recibos.

-No he venido por mí, sino por el chico-Dijo mi compañero.
-¿Cuántos años tiene?

Mi amigo me miraba de arriba abajo, asombrado ante la estúpida pregunta. No lo sé, dijo él, ya tiene barba, supongo que en los huevos tendrá más pelos. Los dos rieron y dudé en unirme a su grupo vacilante.

-¿Te sirve mi carnet?-dije yo
-No hace falta chaval- comentó él- aquí ya nos conocemos de mucho tiempo, somos como una familia, ¿verdad que sí, Emilia? Emilia seguía riendo, contando recibos y escribiendo en una larga lista otro nombre.
-¿Cuánto tiempo estará?
-No lo sé, lo que el chico necesite. Pago yo.
-¿Y para ti?
-Para mi nada, hoy necesito solamente ver. He pensado que ya que invito, saco provecho de algo. ¿Podría, Emilia?
-Por supuesto que si, ¿el chico está de acuerdo?
-Claro que si, el chico hará todo lo que yo diga. Vamos, chaval, que nos esperan.

El viejo verde entró por la única puerta que había en el pasillo, dejando la oscuridad atrás y abriéndonos a la luz de una sala de color rojo. Las ventanas reflejaban ya la avanzada mañana que aún para nosotros acababa de empezar. En el centro de la habitación, un sofá negro, mugriento y circular incitaba a no sentarse nunca en él. Sin embargo, mi amigo se sentó y encendió un cigarrillo. Los mejores cigarros, dijo, son los del antes y del después, te abren los pulmones bien para recibir el único grito donde a un hombre se le permite gemir.

-¿Cuánto le has pagado? Dije yo
-Aún no lo he hecho. Le pago después, según el tiempo. A veces, cuando termino, me gusta contarle mis cosas, decirle que porqué nunca llegó a mi, que siempre le esperaba bajo la soledad de un escritor en paro. Otras veces le suplicaba, vente conmigo y deja esta vida de mierda. Pero ella no quiere una pensión. Soy tan feo que incluso no quiere mi dinero. Ella quiere todo, y te aseguro, que si se vende, puede ganar más que tu y yo juntos. Ella se adapta a cualquier forma y a cualquier cuerpo.

Con la tranquila sensación del paso de un tren bajo un túnel, la habitación quedó a oscuras, y otra puerta, al fondo, se abrió. Unos zapatos, los zapatos rojos estrellados de ella se escuchaban cada vez más cerca. Retumbaban como martillos en una calle solitaria. Las sombras eran divertidas imaginando su silueta, su hermoso culo o su propia voz. Ven, sígueme, decía ella. Me llevaba y sus manos eran suaves, olían al carmín de la mujer que nunca tuve, o aquella que abandoné y nunca dejó de amarme. Miré hacia atrás, en busca de mi viejo acompañante. La llama de su Camel se apagaba como el fénix rendido y, tumbado en el sofá, sus ojos con sabor a libertad reían.

-Amigo-le dije- Tienes que saber...
-Lo sé, chico- me dijo él- Pero no es tu primera vez. No te preocupes. No es distinta, es la misma de siempre. Trátala bien y encuentra la musa que te falta. Los mejores versos se escriben con saliva entre las piernas de una mujer. Suerte, chaval.


11/08/17

Diario de un poeta en paro

viernes, 4 de agosto de 2017

Después de una noche nefasta (Parte I)

Después de una noche nefasta, el amanecer se asomaba tan caliente como las bragas de una vieja stripper. El local no estaba demasiado lejos de mi casa. Decidí irme de allí cuando rodeado de tanta gente y solo, no tenía ya ninguna botella con quien hablar. No me interesaba nada más que sentarme en ese sofá rojo y contar estrellas bajo la lupa de una botella de whisky. Ellos ya tenían lo que querían, mujeres que parecían putas en mitad de una pista de baile. Rozar el paquete con esa horrible música, y quizás, si tendrían suerte, meter triples en la parte trasera de sus coches. Así eran sus vidas, buscar chochetes aún más usados que el de sus chicas.

Sin despedirme de nadie, crucé el puente dirección a mi asquerosa y humilde casa. La gente empezaba a levantarse, unos a desayunar, otros a trabajar, y otros como yo, en busca de la última copa. No me llevó ni quince minutos caminando, cuando encontré un bar, recién abierto, con poca gente y pequeños veladores con mesas grasientas y llenas de mierda. Me senté al lado de un hombre raro, su cara era bastante fea, arrugada y oscura. Me miraba sin pestañear, con la cabeza firme, serio. Sabía que esos ojos habían visto muchas cosas, sus pupilas lo decían y la poca blancura de su alrededor gritaban a tientas no beber más alcohol.

-Compañero -me dijo- si me invitas a una copa, te cuento los secretos de la vida.
-Usted habrá vivido mucho para saber sus secretos-le dije mientras me acomodaba a su lado y pedía dos copas-whisky, ¿verdad?
-Tú mandas, chaval. Tengo 65 años y aún se me levanta. Resisto todo lo que me echen.
-¿A qué se ha dedicado usted?
-Fui director de una revista literaria un poco particular. Duró bastante tiempo, pero quebró. Mi mujer se acostó con el poeta más importante de la revista. El hijo de puta publicaba relatos de cómo se la follaba, y créeme, si todo lo que leí era cierto, fue un chico muy afortunado.- Cogió la copa y brindó con el aire. En menos de un minuto sabía que ese feo borracho tenía muchas cosas que contar. Brindé con él.
-¿Cómo se llamaba la revista? -dije yo- He intentado por todos los medios publicar algo y nunca he tenido suerte.
-La revista… -dijo él- Se llamaba El Pene Literario y ya puedes hacerte una idea que contenido tenía. Por motivos políticos no pudimos publicar nada aquí, lo cual nos llevó a Estados Unidos donde crecimos y conocimos a grandes escritores. Fue la época de esplendor para aquellos poetas que no se mordían la lengua y decían las cosas como se tenían que decir. Lo demás me parecía pura mentira. ¿Qué escribes, chaval?
-Un poco de todo…-me escondía detrás del vaso de alcohol, siempre me daba vergüenza hablar de mí mismo, y mucho más de lo que escribía- Empecé a escribir poesía, pero un día quemé todo lo que había hecho. Me avergonzaba sangrar tanta porquería. No me sentía identificado, copiaba estilos de otros poetas y la dejé de lado, la abandoné desnuda y traviesa. Creo que aún me espera, tumbada en la cama con las piernas abiertas…
-Sigues enamorada de ella, pero no sabes que contarle-Alzó la mano, pidió dos copas más.
-Mi cabeza me pedía otras cosas…relatos, cuentos, novela. Dejé palabras simplonas y estúpidas por algo más serio.
-¿Por algo más serio? ¿Tu poesía daba risa?-Reía, cada vez más fuerte con cada gran sorbo que daba, enseñando su boca negra, sus dientes negros y amarillos, si lograbas ver alguno- Las personas cambian, chaval. Yo nunca escribí, no tengo ni tenía paciencia; pero eso no quería decir que no reconociera un buen texto. Los escritores siempre tienen algo que decir, teniendo o no teniendo un motivo. Pero, ¿sabes por qué escriben? Porque viven más de lo que dicen.

Se bebió lo mucho que le quedaba de la copa, y sin decir nada, se levantó mirándome, riéndose como un niño que esconde un secreto.

-Vámonos, chaval. Ven conmigo, te voy a enseñar uno de esos motivos…



02/08/17


Diario de un poeta en paro