No me digan ustedes en dónde están mis ojos,
pregunten hacia dónde va mi corazón. Jaime Sabines

viernes, 28 de julio de 2017

Para engañar a mi Soledad

Para engañar a mi Soledad,
me pruebo sus negros zapatos,
taconeo un poco por toda la casa
con pequeños pero fuertes pasos.

Escondo todos los espejos.

Cierro todas las puertas.

No quisiera verme disfrazado
como un ciego que anda a tientas.

Para engañar a mi Soledad,
me pinto los ojos y los labios.
Tal y como hace ella.

Despacio.

Me acerco al espejo
y repito con minuciosa delicadeza
los automáticos procesos
en su sexo horizontal y lunas de plata.

Obviamente,
El resultado final no es el mismo.
No es lo mismo.

Mi bigote esconde las ganas de besar
y mis pestañas fingen arañar
el viento puro de sus entrañas.

Luego,
cuando me voy quitando poco a poco
el resto de tinte corrida.
Me siento como una puta llorona.

Tan difícil eliminar el daño
como difícil quitar los restos de pintura.
Tan amarga la oscura sombra
y tan desdicha el humilde desamparo.

Es tan sencillo, tenéis que probarlo,

si sufrís, claro está, de Soledad y abandono.

jueves, 27 de julio de 2017

Fobias

Después de mi último viaje en avión, mi fobia hacia las alturas, y a todo aquello que se movía de manera incontrolable (sea por tierra, mar o aire), incrementó inesperadamente. La bajada de un simple ascensor me parecía la caída libre de cualquier parque de atracciones, o incluso, la puesta en marcha de un Audi me provocaba ese terrible miedo a no sé qué...¿a las alturas?¿a la muerte?¿velocidad? Tenía que hacer algo, y ese algo tenía que ser ya, porque septiembre volvía con su cara de hija de puta y las pasivas amenazas relucían en el ambiente:

-¿Me estás diciendo que no vas a venir conmigo a trabajar al extranjero? Bueno, pues quédate aquí. Tu sabrás...

-No, nena, te estoy diciendo que me tendré que drogar para coger un avión.

Estaba totalmente decidido: ir al médico y contar mi problema para que me recete unas pastillas de ese dulce sueño que tanto deseaba durante el trayecto (con el fin de no perder a mi actual pareja. Todo por ella). Pero mi miedo aún crecía cada vez más. Un día, entre “chochitos” y cervezas, encontré la oportunidad de compartir mis fobias con un amigo de la infancia. La idea de dormir en el avión le pareció estupenda, pero, y mientras le daba una calada a la chuchería que se había liado, me dijo:

-¿Y si el avión tiene un accidente? Tu seguirías durmiendo y no sabrías nada. Imagínate, todo el esfuerzo de las azafatas explicándote las instrucciones de seguridad, y tu durmiendo la mona. ¿Te parece bonito?

-¿Pero quién coño entiende esas instrucciones? Respondí yo.

Sin embargo, mi amigo tenía razón, no podía permitir una muerte así tan placentera: Me imagino cayendo en picado hacia nuestro destino, todo mi alrededor gritando y llorando, intentando alcanzar la máscara o la bomba de oxigeno, mientras que yo, ignorante de todo aquello, acurrucado en mi asiento, muestro mis pocos y dulces dientes, inconsciente del pequeño hilito de baba que se deslizaría por la barbilla. Que bonita estampa.

-Tengo la solución, compadre. Me dijo, mientras se liaba otro cigarrillo. En mi asosiación venden todo tipo de pastillas. Podríamos comentarle el problema a un colega, y quizás tenga algo que ofrecerte. ¿Qué me dices?

Al día siguiente, sin quererlo ni beberlo, me encontraba entregando mi tarjeta de identidad para poder entrar en la asosiación. Buscaba a mi alrededor el nombre del club, pero el local estaba repleto de fotos de mujeres desnudas: unas sentadas en motos antiguas, otras tumbadas en camas rodeadas de plantas de mariahuana. Tengo que decir que tenían un horrible gusto para decorar ese pequeño antro, pero al menos, las mujeres eran bastante guapas. Estaba todo bien iluminado con lámparas de cocina, y perfectamente organizado: una barra de bar para servir las bebidas a la derecha, en medio una mesa de billar, y a la izquierda una mesa grande ocupada por muchos tappers, cada una con su pequeña placa identificatoria. Mi amigo entró como si estuviera en su casa, saludando a todos con jugadas de mano algo complicadas (llegué a escuchar, incluso, un crujir de dedos). Un colega de esos se me acercó:

-¿ehte quié né? Preguntó.

-Es el colega del que os hablé. Dijo mi amigo. Viene a por “consejos medicinales”.

Todos empezaron a reir. Menos yo.

-Ehte é er tonto de lah alturah y de loh avioneh...

Todos empezaron a reir. Menos yo.

-Necesitaría algo que me hiciera olvidar mis miedos; y que el efecto durase mas de dos horas. No quisiera pasar el control y que todos viesen la sorpresa dentro de la maleta.

-Pueh...tengo aquí lo que nezezitas, compadre. El amigo del amigo de mi amigo se levantó sin ninguna prisa, reordenando todas las cajas transparentes que había encima de la larga mesa. Parecía que buscaba una en concreto. Luego me di cuenta que no tenía ni la más remota idea de lo que estaba haciendo. ¿A que tieneh mieo, compadre?

-Mi último viaje no fue muy bonito, que digamos, y desde entonces no soporto las subidas, bajadas, la velocidad. Tengo miedo a...

-¿Peo poh cohones tieneh que cogé un avión? ¡Vete en barco!

-Me da miedo el agua, no sé nadar.

Todos empezaron a reir. Menos yo.

-¡Pillate un coche!

-No tengo carnet.

-¿Peo de onde ha salío ehte nota?

Todos empezaron a reir. Menos yo.

-Venga, colega, que no tengo todo el día. Protesté. Otro colega se me acercó. Este parecía aún más gilipollas.

-Vale, vale. Tengo una hierba que te hará olvidar todos tus males. Se llama “la flor de Bach”. Su efecto dura bastante. No creo que tengas ningún problema.

-¿De dónde lo has sacado? Pregunté mientras cogía una pequeña bolsa transparente. La hierba era bastante oscura pero su olor era dulce.

-Es dificil de encontrar, pero precisamente ésta viene de mi calle. Mi vecino tiene una plantación en su azotea. Según él, proviene de India.

-¿Cuánto pides por ella?

-Voy a ser buena persona, porque eres amigo de mi colega. Para ti, unos cincuenta euros. Hago una excepción.

-¿Cincuenta euros? ¿Cómo es posible que me cueste más una puta hierba que un billete de avión?

-Eh, chaval, no eres socio. Para los socios son diez euros cada bolsita.

-¿Y cuánto cuesta ser socio?

-Para los no-socios, cincuenta euros.

-!Hijo de la gran puta¡

No podía permitir que una persona así me pudiera tomar el pelo con tanto descaro. Salté por encima de la gran mesa, los tappers volaron y las bolsas se rompieron con el peso de mi cuerpo. Le solté una directa que me supo a gloria. Crujió algo en su cara, pero yo seguía. Ahora vino un derechazo en toda la ceja izquierda. Se abrió una brecha, pero yo seguía. El olor a sangre se mezclaba con las flores del vecino del colega. Me gustaba ese olor y sentía que surjía un gran efecto, incluso antes de consumirlas. Con cada golpe, me sentía más seguro, más fuerte y más hijo de puta. Al quinto o sexto golpe, mi amigo me separó. Intentaba salvarme de aquel club de floristas y jardineros, y mientras abríamos la puerta, pude escuchar los balbuceos de mi camello ensangrentado:

-Flo...res...de...Bach, Flo...res...de...Bach...



28, 07, 2017

Diario de un poeta en paro