Anochecía.
Y los monstruos advertían
con sus ojos entornados,
entre visillos de ventanas cerradas.
La entrada a la ciudad se asemejaba
a aquel cementerio donde nunca
enterramos
a nadie. Vacío de almas, incluso de
muertos.
Anochecía.
Y los ojos se acostumbraban al rumor
del llanto,
al rumor del olvido.
Se divisaban tambores a los lejos,
lloriqueos
irremediables del cansado remedio.
El niño no dejaba de llorar,
desesperado,
como un recién nacido en una casa de
esperanzas.
Y sin embargo,
el entraba en la ciudad a tientas,
guiado por el rumor de la luz, en las
casas
derramadas de mal sabor a noche,
desiertas.
La circular plaza, central y
pueblerina,
hizo de sus pasos errantes de camino.
El gemido seguía, aún más fuerte
penetraba en el pecho.
Caminaba en círculo, en círculo
y círculo se equivocaba.
Me he perdido, decía, ya no escucho al
llanto.
El pueblo olía a albahaca. A carne
podrida
de hace semanas.
Las casas se abrieron y el seguía
buscando en círculo.
Una risa burlona escuchó y al fin se
paró.
Una vieja ciega apareció y le dijo:
-Muchacho, ¿qué haces aquí? No es
lugar para vivos.
-Mi llanto me ha traído aquí. ¿Sabe
usted dónde está?
-¿Cómo llora usted? Si se puede
saber...
-Yo lloro con la boca, con los codos y
el pecho.
Lloro sin ganas y con ganas de llorar a
veces.
Lloro de lástima, de pena y de
tormento.
Lloro sin lágrimas, y me ahogo en mar
salada.
He llorado tanta agua que mis sueños
se ahogaron
en mi boca y en mis entrañas.
Lo he perdido sin razón y con razón
no lo encuentro.
Ella señaló el camino, descarada:
-Hace poco he visto un niño pasar
corriendo,
pero no lo busques, no merece la pena.
-¿Cómo era?
-Era como tú.