No me digan ustedes en dónde están mis ojos,
pregunten hacia dónde va mi corazón. Jaime Sabines

jueves, 21 de marzo de 2013

Somos iguales.

Mientras nos besábamos, escuchaba aquellas pequeñas gotas que caían sobre nosotros. Sabía que llovía, pero aquel beso me trasladó a otro mundo, con otras personas, otra tierra y otro cielo. Nunca aprendí el juego que jugaban nuestras lenguas, lo admito, pero desde entonces nunca pude parar de jugar. La gente nos miraba sorprendida; algunas se reían como si viesen a dos perros copular, otras cuyas miradas me traspasaban hasta lo más íntimo de mi ser, capaz de herir el rincón de la culpabilidad y la luz de mi inocencia. ¿Qué sabrán ellos del amor?¿que sabrán ellos de la libertad?
Era temprano aquella tarde pero la tormenta deshizo el nudo del atardecer en una fina cuerda de sombras. Cuando separé mi boca de la suya, sus ojos rasgados me mostraron las curvas del deseo. Nos estamos mojando, le dije. Y sin decir nada, me agarró de la mano y corrimos bajo la lluvia. Reía, y yo también lo hacía aunque no supiera porqué. Quizás por el beso, o quizás por los nervios (cuán traicioneros eran).  Ni tres minutos tardamos para llegar a nuestro pequeño escondite en un pequeño portal. Nos escondimos de la lluvia, o nos escondimos de nosotros mismos. Y fue entonces cuando me di cuenta de la importancia de la lluvia que teníamos sobre nuestras cabezas. La humedad de mi pelo resbaló en mi espalda. Sentí cómo mis pezones se levantaban, renacían de la nada como dos torres. Supe que recobraron aquella vida que esperaba, no sólo por el frío, algo que más tarde tendría mucho más sentido en mi cabeza. Sacó del bolsillo unas llaves y abrió la puerta de golpe. Ven, sube, aquí estaremos mejor, me dijo. Sin dudar, me dispuse a seguir sus pasos como tal perra en celo fuera. El portal tenía unas pequeñas escaleras que llevaban a un gran espejo demostrando con valentía y sin pudor todo lo que se veía. Me sorprendí al observarme morder su oreja, meter mi mano debajo de su pantalón. No tendré problemas con ese cinturón, pensé. Subió las escaleras y desapareció en la oscuridad; mientras que yo subía despacio oliendo su olor impregnado en mi mano. Era algo distinto, un sudor y humedad propia y diferente. Sonreía. Aquello me gustaba.
 ¿A dónde me llevas? Pregunté. Sus ojos se clavaron en mi e inclinó la cabeza hacia delante, hacia aquel pasillo que debíamos seguir; un camino inesperado guiado por el dulce sabor y palpitante incertidumbre, de las sombras, del deseo, del amor y del sexo. Me quedé paralizada al escuchar cómo crujía la cerradura de la puerta. El golpe susurraba en todo el bloque. El sonido se trasladó por mi espalda, mi cuerpo se estremeció con el viento que besaba mi cara al abrir la puerta. Cogió mi mano suavemente. No te preocupes, me dijo, no vamos a hacer nada que no quieras hacer tu. La casa estaba oscura. Nos dirigimos directamente a su cuarto. Dejó la puerta entre abierta, algo que me tranquilizó bastante pero que no duraría mucho. Escondió unos vaqueros que tenía sobre la silla y la acercó hacia la estufa. Aquella persona quedó inmóvil delante de mí. Mirándome. Observando a aquella mujercita inocente dispuesta al amor. Mira si quieres, me dijo. Retumbaron en mi cabeza aquellas palabras como pasos en la niebla. Mi corazón se deshizo a un lado para dar paso a la imaginación, al mordisco del estómago y a la humedad de mi sexo. No me di cuenta de que empezaba a gemir cuando empezó a despojarse de su ropa mojada. Lentamente descubrí el secreto que escondía su cuerpo, de la misma manera que aquella persona descubría mis secretos; a la luz del calor, también observaba mi cuerpo desnudo. ¿Pero que hacía desnuda? Me pregunté mil veces.
Como si buscara el deseo me arrastré hacia sus manos, sintiéndome mujer, amante y deseada. Me arrastró hacia la cama. Túmbate, me dijo. Se sentó al borde para encontrar lo que yo mas anhelaba en ese preciso momento. Sus manos arrastraban la caricia y el gemido, y su lengua llevaba consigo aquella humedad que no necesitaba. Cerré mucho mis piernas apretando su cabeza cada vez más fuerte. Quería que terminase allí. Hazlo, y seré la mujer mas feliz del mundo, susurraba entre dientes. Sabía que tenía que hacer y eso me gustaba. No quería otra cosa que sólo apretar su cabeza, indicándole con mis manos, que agarraban fuertemente su pelo, que siguiera más rápido hasta hacerme correr. Como sigas así…
-¿Te gusta así?
-Me…
Y fue entonces cuando lo noté. La explosión de mi sexo hizo abrir todos los poros de mi piel. Mis piernas, mi cabeza, todo mi cuerpo se estremeció. Temblé y no quería dejar de temblar. Mi vientre se movía por espasmos. Mi boca se abrió completamente para expulsar ese placer. No me di cuenta si gemía o gritaba. Quería hacerlo, necesitaba transmitirle aquella presión que fue capaz de generar en mí, una presión que no desaparecía. Aquí me muerto yo, pensé. Hasta que al fin, el fuego que hizo arder mi sexo de deshizo, sintiéndome por momentos débil, frágil  en aquella cama, tumbada y desnuda. Poco a poco mi cuerpo se compuso de nuevo. Se tumbó a mi lado y  besé sus labios. Se sentía feliz por haber hecho bien su trabajo. Lo notaba en su mirada.
-¿Te ha gustado? Me preguntó.
-Si. Le dije. Sonrojada, besé otra vez sus labios, como si nunca hubiera estado desnuda ante ninguna persona. Si, si, me ha encantado. Abracé todo su cuerpo con fuerza hasta dejarla sin aliento. Apoyé mi cabeza apenas asomándose en sus grandes pechos, para acariciar con mis pocas uñas su pequeño vientre. Sabía que mi mano iría por camino recto. Y mientras mis dedos jugueteaban por su pelvis, sus piernas se abrían, indicándome como yo hice minutos antes, la trayectoria segura que debía recorrer. Y mientras mis dedos, ya húmedos, entraban y salían, ella sonreía. Me besaba. Ella estaba en otro mundo, con otras personas, otra tierra y otro cielo. Y aunque nunca aprendiera el juego que jugaban nuestras lenguas, desde entonces, sólo desde aquel día, nunca pude parar de jugar, ni nunca pude separarme de ella.

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