Mientras nos besábamos, escuchaba aquellas pequeñas gotas
que caían sobre nosotros. Sabía que llovía, pero aquel beso me trasladó a otro
mundo, con otras personas, otra tierra y otro cielo. Nunca aprendí el juego que
jugaban nuestras lenguas, lo admito, pero desde entonces nunca pude parar de
jugar. La gente nos miraba sorprendida; algunas se reían como si viesen a dos
perros copular, otras cuyas miradas me traspasaban hasta lo más íntimo de mi
ser, capaz de herir el rincón de la culpabilidad y la luz de mi inocencia. ¿Qué
sabrán ellos del amor?¿que sabrán ellos de la libertad?
Era temprano aquella tarde pero la tormenta deshizo el
nudo del atardecer en una fina cuerda de sombras. Cuando separé mi boca de la
suya, sus ojos rasgados me mostraron las curvas del deseo. Nos estamos mojando,
le dije. Y sin decir nada, me agarró de la mano y corrimos bajo la lluvia.
Reía, y yo también lo hacía aunque no supiera porqué. Quizás por el beso, o
quizás por los nervios (cuán traicioneros eran). Ni tres minutos tardamos para llegar a
nuestro pequeño escondite en un pequeño portal. Nos escondimos de la lluvia, o
nos escondimos de nosotros mismos. Y fue entonces cuando me di cuenta de la
importancia de la lluvia que teníamos sobre nuestras cabezas. La humedad de mi
pelo resbaló en mi espalda. Sentí cómo mis pezones se levantaban, renacían de
la nada como dos torres. Supe que recobraron aquella vida que esperaba, no
sólo por el frío, algo que más tarde tendría mucho más sentido en mi cabeza. Sacó
del bolsillo unas llaves y abrió la puerta de golpe. Ven, sube, aquí estaremos
mejor, me dijo. Sin dudar, me dispuse a seguir sus pasos como tal perra en celo
fuera. El portal tenía unas pequeñas escaleras que llevaban a un gran espejo
demostrando con valentía y sin pudor todo lo que se veía. Me sorprendí al
observarme morder su oreja, meter mi mano debajo de su pantalón. No tendré
problemas con ese cinturón, pensé. Subió las escaleras y desapareció en la
oscuridad; mientras que yo subía despacio oliendo su olor impregnado en mi
mano. Era algo distinto, un sudor y humedad propia y diferente. Sonreía. Aquello
me gustaba.
¿A dónde me
llevas? Pregunté. Sus ojos se clavaron en mi e inclinó la cabeza hacia delante,
hacia aquel pasillo que debíamos seguir; un camino inesperado guiado por el
dulce sabor y palpitante incertidumbre, de las sombras, del deseo, del amor y
del sexo. Me quedé paralizada al escuchar cómo crujía la cerradura de la
puerta. El golpe susurraba en todo el bloque. El sonido se trasladó por mi
espalda, mi cuerpo se estremeció con el viento que besaba mi cara al abrir la
puerta. Cogió mi mano suavemente. No te preocupes, me dijo, no vamos a hacer
nada que no quieras hacer tu. La casa estaba oscura. Nos dirigimos directamente
a su cuarto. Dejó la puerta entre abierta, algo que me tranquilizó bastante
pero que no duraría mucho. Escondió unos vaqueros que tenía sobre la silla y la
acercó hacia la estufa. Aquella persona quedó inmóvil delante de mí. Mirándome.
Observando a aquella mujercita inocente dispuesta al amor. Mira si quieres, me
dijo. Retumbaron en mi cabeza aquellas palabras como pasos en la niebla. Mi corazón
se deshizo a un lado para dar paso a la imaginación, al mordisco del estómago y
a la humedad de mi sexo. No me di cuenta de que empezaba a gemir cuando empezó
a despojarse de su ropa mojada. Lentamente descubrí el secreto que escondía su
cuerpo, de la misma manera que aquella persona descubría mis secretos; a la luz
del calor, también observaba mi cuerpo desnudo. ¿Pero que hacía desnuda? Me pregunté
mil veces.
Como si buscara el deseo me arrastré hacia sus manos, sintiéndome
mujer, amante y deseada. Me arrastró hacia la cama. Túmbate, me dijo. Se sentó
al borde para encontrar lo que yo mas anhelaba en ese preciso momento. Sus manos
arrastraban la caricia y el gemido, y su lengua llevaba consigo aquella humedad
que no necesitaba. Cerré mucho mis piernas apretando su cabeza cada vez más
fuerte. Quería que terminase allí. Hazlo, y seré la mujer mas feliz del mundo,
susurraba entre dientes. Sabía que tenía que hacer y eso me gustaba. No quería
otra cosa que sólo apretar su cabeza, indicándole con mis manos, que agarraban
fuertemente su pelo, que siguiera más rápido hasta hacerme correr. Como sigas
así…
-¿Te gusta así?
-Me…
Y fue entonces cuando lo noté. La explosión de mi sexo
hizo abrir todos los poros de mi piel. Mis piernas, mi cabeza, todo mi cuerpo
se estremeció. Temblé y no quería dejar de temblar. Mi vientre se movía por
espasmos. Mi boca se abrió completamente para expulsar ese placer. No me di
cuenta si gemía o gritaba. Quería hacerlo, necesitaba transmitirle aquella
presión que fue capaz de generar en mí, una presión que no desaparecía. Aquí me
muerto yo, pensé. Hasta que al fin, el fuego que hizo arder mi sexo de deshizo,
sintiéndome por momentos débil, frágil
en aquella cama, tumbada y desnuda. Poco a poco mi cuerpo se compuso de
nuevo. Se tumbó a mi lado y besé sus
labios. Se sentía feliz por haber hecho bien su trabajo. Lo notaba en su
mirada.
-¿Te ha gustado? Me preguntó.
-Si. Le dije. Sonrojada, besé otra vez sus labios, como
si nunca hubiera estado desnuda ante ninguna persona. Si, si, me ha encantado. Abracé
todo su cuerpo con fuerza hasta dejarla sin aliento. Apoyé mi cabeza apenas
asomándose en sus grandes pechos, para acariciar con mis pocas uñas su pequeño
vientre. Sabía que mi mano iría por camino recto. Y mientras mis dedos jugueteaban
por su pelvis, sus piernas se abrían, indicándome como yo hice minutos antes,
la trayectoria segura que debía recorrer. Y mientras mis dedos, ya húmedos,
entraban y salían, ella sonreía. Me besaba. Ella estaba en otro mundo, con
otras personas, otra tierra y otro cielo. Y aunque nunca aprendiera el juego
que jugaban nuestras lenguas, desde entonces, sólo desde aquel día, nunca pude
parar de jugar, ni nunca pude separarme de ella.
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