Me abrigué bien antes de salir, con una bufanda media atada al cuello, tapándome la boca y haciendo que mis gafas se empañaran por cada suspiro, pero eso ya no tenía importancia, suponía que no tenía nada importante que ver. Hace mucho tiempo que dejé de ver cosas bellas. Me coloqué la boina y agarré mi bastón como un niño sostiene un peluche o agarra un globo o una piruleta. No lo necesitaba, pero me entretenía actuar como un viejecito débil. Y como todas las mañanas, me dispuse a pasar otra velada monótona con mis amigas, las palomas. Salí acurrucándome más por mi edad que por el frío, hasta que mi cuerpo se acostumbró con grandes pasos firmes, con la cabeza bien alta, y sin embargo, con unos hombros muy erguidos. Ya se sabe, la vida pesa mucho, y más cuando ya no se tiene edad para aguantarla. El pan estaba muy duro. Creo que era de ayer o antes de ayer cuando lo compré. Lo partí con mis manos y a trozos lo repartía a ese gran pequeño grupo de ratas. Algunas eran muy bellas, con grandes ojos verdes y azules, y grandes alas. Otras estaban muy sucias. Se refregaban en cualquier charco buscando cualquier cosa que llevarse al pico. El sol no calentaba. Las nubes no existían sobre ese cielo azul de febrero. Mis compañeras, las palomas, eran un grupo de lo más peculiar. Al principio solo había cinco o seis, pero ahora alimento a más de quince todos los días. No sé si serán las mismas. Lo desconozco, y ni me importa.
Mis gafas me hacían distinguir a las palomas, igual que a las personas que paseaban por mi plaza. Yo era un moribundo. Un pobre loco que no tenía donde caerse muerto después de la guerra. Antes, yo ya era un loco de amor, pero ahora soy un loco de mierda. Los hombres que pasaban por allí repugnaban mi existencia y mi amistad. Bonitos zapatos, buenos abrigos de pieles y mascotas negras o azules que resplandecían mis ojos. Pero yo seguía firme. Allí, todos los días con mis palomas y con mis zapatos gastados, con mis lupas grandes y un abrigo manchado por muchas cosas que ahora no debo decir. Todas las mañanas aguantaba ese cuadro. Cabrones, una bomba de esas echaría yo aquí…repetía a cada rato acompañados por insultos rencorosos. Una vez, una paloma blanca de ojos marrones y alas negras me dijo que los aguantaba porque quería, perfectamente podría irme de allí e irme a otro banco y a otra plaza. Le di la razón, pero también me la di a mi mismo. Recuerda que fue aquí donde empezó todo, y no me gustaría abandonar mi vida, le dije. La paloma se fue y creo que nunca la vi más.
Recuerdo que era martes. Que me había levantado con una extraña sensación, como si algún fantasma me ayudara a levantarme, a prepararme el desayuno y a vestirme. Era algún presagio que tenía que ocurrir pronto. Ese pasado, al que dejé ya muchos años atrás y al que me dejó sin vivir mi presente, pasó por esa plaza con zapatos de charol. Mientras daba de comer a las palomas, algo me inclinó la cabeza. Una mano agarró mi barbilla y con una leve fuerza la levantó. Las palomas volaron, asustadas, por el cielo para perderse de un peligro inminente que olían, y al que yo vería segundos mas tarde. Allí estaba él, paseando con sus mejores galas. Lo reconocí al instante, y dudé en llamarlo. Han pasado ya muchos años desde la última vez que nos vimos. Frecuentábamos El Burlador, un pequeño bar donde las grandes celebridades literarias se organizaban, y al que nosotros intentábamos introducir a nuestro amigo, el Poeta. Éramos inseparables: el Poeta, Sánchez, Ana y yo. Todo se rasgó cuando Sánchez aprovechó la guerra para irse a estudiar a Francia. El Poeta murió en la guerra, y aún no se sabe quien lo mató. Sánchez recorría la plaza sin ninguna prisa. Llevaba una buena gabardina, ancha y larga. Su mascota le tapaba media cara, pero le reconocí por la cicatriz infantil que tenía en la boca. Un pobre perro le mordió, pero el aplastó su cabeza con el pie. Después de esto, su familia se tuvo que mudar a Sevilla. Y al parecer, hasta ahora.
¡Sánchez!- grité, pero no me moví, no quería parecer entusiasmado con el encuentro. Al oír mi voz, siguió con leves pasos, buscando con la cabeza ese extraño sonido, que por su inclinación del cuerpo, seguro que le pareció familiar. Sus ojos me buscaban en cada banco, en cada esquina de la plaza, en la fuente del medio, en el tranvía que pasaba, en cada persona que allí se limitaban a pasar y no a descansar como siempre hacía. Levanté la mano a medio cuerpo, hasta el hombro. Sánchez me reconoció y una leve sonrisa rasgó su cicatriz:
-¡Dichosos sean mis ojos¡ creí que estabas muerto, García. Dame un abrazo.
-Que va amigo. Como pintaban las cosas, y al ver que me dejasteis solo…me fui a Estados Unidos, allí conviví con un gran amigo, con Salinas. Él me ayudó. Allí encontré a una fulanita preciosa-. Dije. Mis ojos resplandecieron al ver algo mío, al poder hablar con alguien después de tantos años sin poder hacerlo, algo de mi vida a la que tanto y tanto tiempo dejé en manos del pasado.
-Así que… ¿exilio?
-Si amigo. Exilio… ¿Y tú que? veo que te fueron las cosas muy bien en Francia.
-Si. Conseguí terminar mis estudios, fui profesor en Paris. Pero cuando terminó la guerra me trasladaron a España. Estuve en Barcelona varios años. Echaba de menos Sevilla. Bueno… ¿Qué tipo de ayuda recibiste de Salinas?
-Cuando fui él me recibió con los brazos abiertos. Era el único a quien podía acudir. Estaba solo. Tu en Francia, el Poeta perdido en los bandos republicanos y no podía poner en peligro a Ana. Ella seguía trabajando en la Fábrica, pero no en tabaco precisamente. Cuentan que se administró mucho armamento a los republicanos. Ana me ayudó a conseguir algo, pero gracias a dios, nunca tuve que utilizarla. Y tu, dale gracias a Dios por no haber participado en esa mierda de guerra…muchos desearían haber estado como tu. En París y con las mejores bellezas del mundo.
- Si, gracias a Dios…-. Su voz iba perdiendo fuerza- conocí a personas muy interesantes, pero ya sabes como soy-. Su lengua manchaba el veneno de sus palabras- No entablé mucha amistad en esas fiestas de absenta.
-No cambiarás nunca. Siempre serás el tímido de los cuatro-. Le coloqué mi brazo encima de su hombro.
-Cuéntame algo más de Salinas, de tu estancia allí. ¿Supiste algo del Poeta?
-Me mandó una carta antes de macharme a América. Estaba perdido ante aquella masacre, que solo encontraba la fuerza para vivir pensando en nosotros y sobre todo en Ana. Nos echaba de menos, y la echaba de menos. Me escribió un poema para que se lo diera. Aún recuerdo sus versos. Que mi amor, mi sexo y mi boca se escondan, que no salgan de tus pechos, que no vean la luz, que mamen de tu sangre la leche y juventud, y que no respiren mas aliento que las sombras.
-¿Se lo diste?-.Su voz parecía el cuerpo incómodo de un enfermo.
-Claro. El mismo día. Recuerdo que la vi muy triste. Ya no era la misma. Su belleza ya no resplandecía. En su cara solo se veía la amargura, como en todas las mujeres se reflejaba. Le quería con locura.
- Si, si…eso lo sé-. Su pierna no paraba de moverse. Sus ojos parecían luciérnagas a plena luz del día. Estaba inquieto.
-Por suerte, le recité esos versos a Salinas. Pero por un motivo distinto. Ya era demasiado tarde. Ana me mandó una carta y me contó que había muerto. Que eso le dijeron en la Fabrica. Un hijo de puta le dio el tiro de gracia, un 3 de agosto de 1937. Le hablé de mi amigo a Salinas y la historia le conmovió. Leyó sus poemas y me ayudó a publicarlos. Aún recuerdo cuando vi por primera vez su libro publicado un 24 de diciembre del año siguiente. Su sueño se hizo realidad. Yo se lo prometí. Pude dormir tranquilo a partir de ese día.
-Así que un libro….- Sus manos sudaban, limpiándose con los guantes de cuero comprados en una tienda artesana de Barcelona. Su odio se reflejaba en el sudor de su frente. En un sudor caliente en el pleno frío de febrero.
-Si señor-. Me mostraba orgulloso por cumplir mi palabra- Ana me ayudó a ponerle el título…Soledad.
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