En el colegio quería
pasar desapercibido. Estaba obligado a hacerlo. Un niño gordo nunca
podría llamar la atención por sus otras dotes, más allá de sus
tetas. Recuerdo que me las juntaba, y joder, tenía más que el resto
de mis compañeras. Pero aquí no residía el problema. Los kilos de
más hacían de mí el ser más inseguro y fastidioso de todo mi
barrio. Y esto, obviamente, se reflejaba en mi día a día,
dificultándome mi labor social dentro de un grupo de amigos. No
sabía montar en bicicleta, mis vecinos veían cómo todos hacían
carreras de velocidad, mientras que a mi solamente me era otorgado
dictar el nombre del más rápido. A veces me sentía importante
cuando la carrera era disputada. El resto de las veces, me sentía
como un verdadero gilipollas.
Cuando no eran los días
de bicicleta, eran los de fútbol. Otro problema. Si no mantenía el
equilibrio con una bicicleta, tampoco era capaz de controlar esa
dichosa pelota. Gracias a algunos amigos, a la hora de formar los
equipos, yo era elegido el primero; unas por pena, y otras para
cubrir el puesto que ninguno quería ocupar, “a la portería; a los
cinco goles, nos cambiamos”. Llegaban los cincos, los diez, incluso
quince goles, y yo mantenía la misma posición. Normal que estuviera
gordo, nadie me daba la oportunidad de hacer algo de ejercicio. De
portero, conseguía aumentar el poco respeto que los demás tenían
hacia mi; como jugador, era el centro de las risas y no risas. No
controlaba el balón, pases demasiado fuertes o demasiado suaves, mis
tiros siempre iban lejanos o nunca llegaban. Era tan malo que hasta
me pregunté cuál era mi pierna buena, “si, si, soy zurdo”
señalándome la pierna derecha.
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