Tuvo que ser aquella noche cuando
las malditas estrellas cayeron, la debilidad del ser humano (el dinero, lo
sucio, el sexo, lo villano) corrompía el honesto motivo de mierda que yo tenía
para demostrar mis virtudes como hombre. Aquella fue la noche para sustituir el
saxo por una copa, por dos, por tres y hasta seis copas de whisky después del
concierto. El club estaba completo, se colgó el cartel de aforo completo en la
misma tarde. Estaba acostumbrado a tocar para tanta gente, pero decidí que me
ayudaría más un buen lingotazo del peor vino que tenía en casa. Salí al ensayo
firme, aunque mis piernas se tambaleaban, mis manos se sentían libres para
tocar aquel instrumento que, a veces, se convertía en mi propio miembro. La
usaba más que a mi propia polla, y aquella noche mi segunda polla fue olvidada
en el camerino.
Me coloqué la chaqueta, exitoso
por el público, asfixiado por fotos y firmas, abrí la puerta trasera del local
como pude y vagaba como un muerto renacido por la oscura calle mojada y fría.
Me palpé los bolsillos y me encendí el cigarro de la gloria y fortuna,
dispuesto a fumármelo hasta la última calada, hasta que mis dedos se quemaran y
se calentasen entre lo helado y lleno de sombras. El mechero alumbraba la
máscara de mierda que tenía como cara, los ojos caídos de fracaso, la nariz de
boxeador y esa boca tan poco usada, que parecía que no había comido ningún coño
en condiciones. Ese era yo, el saxofonista que la gente pagaba para ver cómo se
drogaba entre canción y canción, y cómo dejaba de tocar para limpiar su saxo
lleno de vómito. Ellos no querían mi música. Ellos querían espectáculo.
Pero me faltaba algo entre las
manos, bajo el brazo, el peso de mi vida que soplaban mis labios. Se me olvidó
en el camerino lo único que no me hacía sentir como uno más de los mortales,
aquel aire que de mí siempre salía y daba la bienvenida a un nuevo cielo. Di la
media vuelta. No caminé mucho, mis pasos siempre fueron lentos. La puerta
trasera del local aún estaba abierta. Acostumbrado a la oscuridad, sonámbulo
subí las escaleras. Doce escalones me separaban entre ella y yo. Doce putos
escalones. La puerta casi abierta, iluminó el cigarro apagado que aún mi mano
sostenía. Dentro se escuchaban gemidos. Pensé que algún cabrón se lo estaría
montando con alguna putita. Abrí la puerta con decisión, dispuesto a ver alguna
teta. Entré. Jimmy, el baterista, era el capullo que gemía. Tenía toda la cara
ensangrentada, lloraba y lloraba y se ahogaba con su propia sangre.
-¡Qué coño ha pasado!- Dije yo.
La puerta se cerró de un portazo.
Un hombre, con zapatos relucientes y un buen traje de lino, me apuntaba con una
Colt 45.
-He venido aquí a por él-dijo él-
Pero ya que has venido, tendré que hacer trabajo doble.
-En verdad he venido a por ella-
Dije yo, indicándole dónde estaba el instrumento, debajo de la cabeza
sangrienta de Jimmy.
-Tú eres el saxofonista, ¿verdad?
No te importa mucho tu compañero, eh colega.
-Realmente es un capullo. Todo lo
que vayas a hacerle se lo merece. ¿Qué ha hecho?
-Se acostó con la hija del jefe.
-¿Y cómo se supo?
-La hija se levantó un día con la
boca y el pómulo un poco quemado.
-Apuntó demasiado alto, eh.
-Si…demasiado alto diría yo-dijo
él-Escúchame, hagamos un trato. No quiero trabajar hasta tarde, y matarte no me
lo paga nadie. ¿Quieres hacer el trabajo por mí? Te pagaría el doble, y mi jefe
tendrá una buena reputación al saber que un músico está en nuestras filas. Me
caes bien, chaval. Y es una pena que esto termine así.
-¿Me estás diciendo que mate a mi
compañero de la banda?
-¡No lo hagas!-Gritaba Jimmy-¡Serás
un hijo de perra!
-O él, o los dos-Dijo el mafioso
repeinado, cargando la pistola y acercándomela-Tú decides.
La cogí como quien coge un juguete.
Era tan bonita y tan simple. Recuerdo que toda ella olía a pólvora, a muerte. Negra
en todas sus partes.
-Solo tengo que apretar el gatillo y ya está…
-Hazlo ya y nos largamos de aquí.
Jimmy seguía agonizando con su
propia sangre. Olía a orina y a mierda. Era un ser despreciable.
-Venga, joder-dijo el
repeinado-No tengo toda la noche.
Preparé el arma, y apunté
directamente a la cabeza de mi compañero.
-Espero que lo comprendas, amigo-
Dije- algunos tienen que morir, para que otros puedan seguir adelante. Bienvenido
al club de los músicos olvidados…
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