La camarera, ya acostumbrada a sus ademanes, sacaba sin preocupación otra botella verde, sin nombre y sucia, para complacer el placer de su cliente. Él se dio cuenta que, entre vaso y vaso, sacaba a relucir sus pechos rancios. Era una puta. Una puta vieja barata. ¿Qué hace un hombre como usted en este barrio y a estas horas? Él no le contestó. Se limitó a observar el pequeño antro donde se había metido. El espejo de la barra, detrás de la camarera, era lo bastante grande y largo para contemplar lo que quería ver. El pequeño grupo, al fondo, mal vestidos, se limitaban a fingir grandes conocimientos de Jazz y de Blues que en aquel momento se podía escuchar en la radio del local. Imitaban los grandes gestos de grandes saxofonistas, inventaban historias de amistades con artistas, e insultaban todo aquel que tuviera un color de piel distinto al suyo. Pero no solo ellos fingían; las mujeres que rodeaban el sofá, abrían la boca y los ojos asombradas por esos cuentos estúpidos, al mismo tiempo que sus manos se perdían por la entrepierna, no pensando en aquel miembro que se encontrarían, sino qué hacer luego con el dinero que obtendría después de un trabajo bien hecho.
Esta vez, el nuevo vaso estaba aún más sucio, con pequeñas huellas rojas al borde. Si no fuera por el sabor, pensaría que es orina. La voz, en cada gesto de su boca, de su lengua y en cada vez que ese líquido resbalaba por su garganta, bajaba aún más el tono de su propia conversación. La veía a ella, desnuda en su cama, atada y abierta, con su sexo ensangrentado, los ojos desencajados, la boca abierta y torcida. Necesitaba olvidar. Así no era ella. No. El ruido del local distorsionaba los recuerdos; a veces, en el mismo fondo del vidrio pegajoso, la veía paseando por la orilla con su camisa fina; ella era pura, sencilla y bella. Los besos eran más fuertes que el sonido de las olas. Su sonrisa más clara que la arena. Pero otra vez, lo poco que le quedaba de alcohol giraba alrededor del hielo. Seguía mirando por el espejo. Sus ojos cayeron en sus propios ojos. Creció su sensación de fracaso. Se sintió como uno más de los mortales.
Su mano de nuevo habló: Ponme otra, cariño.
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