Después de mi último viaje en avión,
mi fobia hacia las alturas, y a todo aquello que se movía de manera
incontrolable (sea por tierra, mar o aire), incrementó
inesperadamente. La bajada de un simple ascensor me parecía la caída
libre de cualquier parque de atracciones, o incluso, la puesta en
marcha de un Audi me provocaba ese terrible miedo a no sé qué...¿a
las alturas?¿a la muerte?¿velocidad? Tenía que hacer algo, y ese
algo tenía que ser ya, porque septiembre volvía con su cara de hija
de puta y las pasivas amenazas relucían en el ambiente:
-¿Me estás diciendo que no vas a
venir conmigo a trabajar al extranjero? Bueno, pues quédate aquí.
Tu sabrás...
-No, nena, te estoy diciendo que me
tendré que drogar para coger un avión.
Estaba totalmente decidido: ir al
médico y contar mi problema para que me recete unas pastillas de ese
dulce sueño que tanto deseaba durante el trayecto (con el fin de no
perder a mi actual pareja. Todo por ella). Pero mi miedo aún crecía
cada vez más. Un día, entre “chochitos” y cervezas, encontré
la oportunidad de compartir mis fobias con un amigo de la infancia.
La idea de dormir en el avión le pareció estupenda, pero, y
mientras le daba una calada a la chuchería que se había liado, me
dijo:
-¿Y si el avión tiene un accidente?
Tu seguirías durmiendo y no sabrías nada. Imagínate, todo el
esfuerzo de las azafatas explicándote las instrucciones de
seguridad, y tu durmiendo la mona. ¿Te parece bonito?
-¿Pero quién coño entiende esas
instrucciones? Respondí yo.
Sin embargo, mi amigo tenía razón, no
podía permitir una muerte así tan placentera: Me imagino cayendo en
picado hacia nuestro destino, todo mi alrededor gritando y llorando,
intentando alcanzar la máscara o la bomba de oxigeno, mientras que
yo, ignorante de todo aquello, acurrucado en mi asiento, muestro mis
pocos y dulces dientes, inconsciente del pequeño hilito de baba que
se deslizaría por la barbilla. Que bonita estampa.
-Tengo la solución, compadre. Me dijo,
mientras se liaba otro cigarrillo. En mi asosiación venden todo tipo
de pastillas. Podríamos comentarle el problema a un colega, y quizás
tenga algo que ofrecerte. ¿Qué me dices?
Al día siguiente, sin quererlo ni
beberlo, me encontraba entregando mi tarjeta de identidad para poder
entrar en la asosiación. Buscaba a mi alrededor el nombre del club,
pero el local estaba repleto de fotos de mujeres desnudas: unas
sentadas en motos antiguas, otras tumbadas en camas rodeadas de
plantas de mariahuana. Tengo que decir que tenían un horrible gusto
para decorar ese pequeño antro, pero al menos, las mujeres eran
bastante guapas. Estaba todo bien iluminado con lámparas de cocina,
y perfectamente organizado: una barra de bar para servir las bebidas
a la derecha, en medio una mesa de billar, y a la izquierda una mesa
grande ocupada por muchos tappers, cada una con su pequeña placa
identificatoria. Mi amigo entró como si estuviera en su casa,
saludando a todos con jugadas de mano algo complicadas (llegué a
escuchar, incluso, un crujir de dedos). Un colega de esos se me
acercó:
-¿ehte quié né? Preguntó.
-Es el colega del que os hablé. Dijo
mi amigo. Viene a por “consejos medicinales”.
Todos empezaron a reir. Menos yo.
-Ehte é er tonto de lah alturah y de
loh avioneh...
Todos empezaron a reir. Menos yo.
-Necesitaría algo que me hiciera
olvidar mis miedos; y que el efecto durase mas de dos horas. No
quisiera pasar el control y que todos viesen la sorpresa dentro de la
maleta.
-Pueh...tengo aquí lo que nezezitas,
compadre. El amigo del amigo de mi amigo se levantó sin ninguna
prisa, reordenando todas las cajas transparentes que había encima de
la larga mesa. Parecía que buscaba una en concreto. Luego me di
cuenta que no tenía ni la más remota idea de lo que estaba
haciendo. ¿A que tieneh mieo, compadre?
-Mi último viaje no fue muy bonito,
que digamos, y desde entonces no soporto las subidas, bajadas, la
velocidad. Tengo miedo a...
-¿Peo poh cohones tieneh que cogé un
avión? ¡Vete en barco!
-Me da miedo el agua, no sé nadar.
Todos empezaron a reir. Menos yo.
-¡Pillate un coche!
-No tengo carnet.
-¿Peo de onde ha salío ehte nota?
Todos empezaron a reir. Menos yo.
-Venga, colega, que no tengo todo el
día. Protesté. Otro colega se me acercó. Este parecía aún más
gilipollas.
-Vale, vale. Tengo una hierba que te
hará olvidar todos tus males. Se llama “la flor de Bach”. Su
efecto dura bastante. No creo que tengas ningún problema.
-¿De dónde lo has sacado? Pregunté
mientras cogía una pequeña bolsa transparente. La hierba era
bastante oscura pero su olor era dulce.
-Es dificil de encontrar, pero
precisamente ésta viene de mi calle. Mi vecino tiene una plantación
en su azotea. Según él, proviene de India.
-¿Cuánto pides por ella?
-Voy a ser buena persona, porque eres
amigo de mi colega. Para ti, unos cincuenta euros. Hago una
excepción.
-¿Cincuenta euros? ¿Cómo es posible
que me cueste más una puta hierba que un billete de avión?
-Eh, chaval, no eres socio. Para los
socios son diez euros cada bolsita.
-¿Y cuánto cuesta ser socio?
-Para los no-socios, cincuenta euros.
-!Hijo de la gran puta¡
No podía permitir que una persona así
me pudiera tomar el pelo con tanto descaro. Salté por encima de la
gran mesa, los tappers volaron y las bolsas se rompieron con el peso
de mi cuerpo. Le solté una directa que me supo a gloria. Crujió
algo en su cara, pero yo seguía. Ahora vino un derechazo en toda la
ceja izquierda. Se abrió una brecha, pero yo seguía. El olor a
sangre se mezclaba con las flores del vecino del colega. Me gustaba
ese olor y sentía que surjía un gran efecto, incluso antes de
consumirlas. Con cada golpe, me sentía más seguro, más fuerte y
más hijo de puta. Al quinto o sexto golpe, mi amigo me separó.
Intentaba salvarme de aquel club de floristas y jardineros, y
mientras abríamos la puerta, pude escuchar los balbuceos de mi
camello ensangrentado:
-Flo...res...de...Bach,
Flo...res...de...Bach...
28, 07, 2017
Diario de un poeta en paro